
En Perú, el mundo de los cómics y mangas no es solo un pasatiempo, sino una ventana a universos paralelos donde la creatividad y la identidad cultural se entrelazan. Desde las clásicas historietas que se colaban en los periódicos hasta el tsunami de mangas que llegó desde Japón, este arte gráfico ha tejido una narrativa única en el país, reflejando tanto las aspiraciones locales como la influencia global. Para entender su impacto, hay que remontarse a mediados del siglo XX, cuando las revistas infantiles peruanas comenzaron a publicar tiras cómicas inspiradas en personajes occidentales como Tarzán o Superman.
Estas viñetas, impresas en papel de bajo costo, eran el entretenimiento de una generación que encontraba en ellas no solo aventuras, sino un escape a realidades más coloridas. Sin embargo, fue en los años 70 y 80 cuando el cómic peruano empezó a buscar su propia voz, con artistas que mezclaban el humor ácido con críticas sociales. Uno de los ejemplos más icónicos es Supercholo, creado por Juan Acevedo, un superhéroe andino que luchaba contra la corrupción y la desigualdad usando un poncho y un sombrero tradicional. Este personaje no solo era una parodia de los héroes estadounidenses, sino un símbolo de resistencia cultural, demostrando que las historietas podían ser herramientas de reflexión y orgullo local.
Mientras el cómic peruano buscaba su rumbo, el manga comenzaba a filtrarse en el país como un fenómeno subterráneo. A finales de los 80, series como Dragon Ball o Sailor Moon llegaban de contrabando en formatos fotocopiados y traducidos de manera artesanal. Estos volúmenes, distribuidos en mercados informales, se convirtieron en tesoros para los adolescentes que devoraban las aventuras de Goku o Usagi. La conexión fue inmediata: las historias japonesas, con su énfasis en el esfuerzo, la amistad y la superación, resonaban en una sociedad peruana que atravesaba crisis económicas y políticas. El manga no era solo entretenimiento; era un espejo de las luchas cotidianas, pero con un toque épico. Para muchos, estos tomos mal encuadernados fueron la puerta de entrada a un amor por la cultura japonesa que hoy se manifiesta en convenciones, talleres de cosplay y hasta cursos de idioma.
El auge del manga en Perú no opacó la producción local, sino que la desafió a reinventarse. En los 2000, una nueva generación de artistas peruanos, criados entre superhéroes de Marvel y samuráis de Berserk, comenzó a fusionar estilos. Surge así una camada de creadores que, sin abandonar temas locales, adoptan técnicas narrativas del manga, como el uso expresivo de las líneas de velocidad o los monólogos internos. Un ejemplo es Kimon, cómic de Richard Zela que combina mitología andina con estética cyberpunk, donde dioses prehispánicos interactúan con hackers en un Lima futurista. Este mestizaje gráfico no es casual: refleja la identidad híbrida de un país donde lo ancestral y lo moderno coexisten, a veces en armonía, a veces en conflicto.
Hoy, la escena de los cómics Perú y mangas es un ecosistema vibrante pero frágil. Ferias como Lima Comic Con o Festival Amaru reúnen a miles de fans que buscan desde figuras de colección hasta obras de artistas independientes. En estos eventos, es común ver stands donde se venden cómics autoeditados junto a mangas traducidos oficialmente. Las editoriales peruanas, aunque pequeñas, han comenzado a apostar por talento local: Contracultura o Graphiclassic publican antologías que exploran desde el horror cósmico en los Andes hasta comedias románticas en Barranco. Sin embargo, el camino no es fácil. La piratería sigue siendo un enemigo feroz; en mercados como Polvos Azules, es más barato comprar un manga fotocopiado que uno original. Esto no solo afecta a las ventas, sino que desalienta a creadores que ven su trabajo distribuido sin permiso. Aun así, muchos artistas optan por digitalizar sus obras, usando plataformas como Instagram o Tapas para llegar a audiencias globales sin depender de intermediarios.
El manga, por su parte, vive una época dorada. Librerías como SBS o Crisol dedican secciones enteras a títulos como Attack on Titan o Demon Slayer, y las traducciones oficiales llegan casi en simultáneo con Japón. Este acceso ha profesionalizado la comunidad otaku: grupos de traducción fanática, comunes en los 90, han dado paso a clubes de lectura que analizan simbologías en Fullmetal Alchemist o debates sobre la representación femenina en Nana. Además, el anime hermano audiovisual del manga ha consolidado su presencia en la TV y plataformas como Netflix, normalizando lo que antes era nicho. Esto ha permitido que eventos como el Japan Weekend Lima atraigan no solo a jóvenes, sino a familias enteras que disfrutan de charlas sobre historia del manga o talleres de dibujo.
Pero ¿qué define a un cómic peruano en un mercado saturado de gigantes globales? La respuesta está en las historias que solo este país puede contar. Cómicos como Alephelo, de Jesús Cossío, usan el formato gráfico para documentar violencia política, llevando al lector a episodios como el conflicto armado interno con una crudeza que el texto solo no podría transmitir. Otros, como La Trilogía del Vientre, de Luis Morocho, exploran la maternidad y la migración a través de metáforas visuales surrealistas. Incluso el humor absurdo tiene su espacio: El Cuy, personaje creado por Carlos Castellanos, se ha convertido en un ícono pop, apareciendo en camisetas y memes. Estos trabajos no compiten con Marvel o Shueisha; coexisten, ofreciendo alternativas que hablan en el idioma de sus lectores.
El manga, aunque extranjero, también se ha peruanizado de formas curiosas. En las calles de Lima, es fácil encontrar artistas callejeros que retratan a héroes japoneses con rasgos andinos, o murales donde Naruto lleva un chullo. Esta apropiación no es superficial: en talleres de barrio, niños aprenden a dibujar personajes estilo manga mientras incorporan elementos de su entorno, como llamas transformadas en mascotas kawaii o héroes que luchan contra la contaminación del Rímac. Incluso la gastronomía se mezcla: en cafés temáticos de Miraflores, puedes pedir un «ramen norteño» mientras hojeas un volumen de One Piece.
Los desafíos persisten. Muchos creadores luchan por financiar sus proyectos, recurriendo a crowdfunding o colaboraciones con marcas. La falta de políticas culturales que apoyen la industria gráfica limita su crecimiento, y la formación en narrativa visual sigue siendo escasa fuera de academias privadas. Sin embargo, la resiliencia es una constante. Colectivos como Hijas de la Bahía un grupo de mujeres que publican cómics con perspectiva de género o Tinta Negra Perú enfocado en historias de terror demuestran que la autogestión y la comunidad pueden suplir las carencias institucionales.
El futuro de los cómics y el manga en Perú parece prometedor, impulsado por una generación que no teme mezclar tradición con innovación. Cada vez más, las universidades incluyen cursos de narrativa gráfica, y festivales internacionales virtuales permiten a los artistas conectar con pares en otros países. Incluso el gobierno, aunque lentamente, comienza a reconocer el potencial económico de esta industria: en 2023, el Ministerio de Cultura organizó la primera exposición dedicada al cómic nacional, un hito simbólico pero significativo.
En esencia, los cómics y el manga en Perú son más que papel y tinta: son un diálogo entre lo local y lo global, entre el pasado y la fantasía. Son la prueba de que, incluso en un mundo digitalizado, las historias dibujadas siguen siendo un refugio, un puente entre culturas y un recordatorio de que, como diría un viejo maestro del manga, «la imaginación no tiene fronteras». Y en un país tan diverso como Perú, esa imaginación está encontrando, por fin, su propia voz.